Hace unos días me enteré que uno de mis alumnos es triatlonista. Lo felicité efusivamente por ser triatlonista; me lo agradeció al tiempo que me corregía, diciéndome que se dice «triatleta» no «triatlonista».
A partir de entonces, he procurado usar el término adecuadamente, al mismo tiempo que le he ofrecido una «dulce venganza» en futuras clases, por la correción… Hemos reído mucho con esto, pues comprende que es una forma de molestar.
Platicando recientemente con él, le hice el comentario que lo admiraba mucho (como me pasa con todos los triatletas), porque -le decía- cada uno de esos tres deportes me gusta menos que el otro.
A mi papá, en los últimos 30 años de su vida le encantó correr; a mí jamás me gustó correr, más que persiguiendo una pelota de Basquetbol o de fútbol. Aunque tengo que reconocer que una vez le gané corriendo. Me «obligó» acompañarlo a correr en la playa (en una deliciosa playa salvadoreña llamada El Cuco, y me hizo llegar, bajo aquel agradable calor de unos 35 grados, y con un sol de justicia, al lugar donde un río desembocaba en el mar. Mi enojo era tal, que le dije algo así: hasta aquí llego, y me di la vuelta y empecé a correr de regreso hasta la casa. Iba tan motivado por mi enojo (no sé cómo se clasificaría esa motivación) que llegué mucho antes a la casa. No sé si se dejó ganar, pero en esa ocasión le vencí…
La natación la aprendí porque había que aprender; tuve de entrenador a un japonés que había recalado en El Salvador por alguna razón desconocida para mí, que era un gran nadador; se llamaba algo así como Iroshi Yusiguisava (o por lo menos algo así sonaba su nombre); en una ocasión nos impresionó al atravesar ida y vuelta la piscina del colegio sin respirar ni una vez, nadando totalmente bajo el agua en estilo pecho… todos quedamos con la boca abierta. Con Iroshi aprendí a nadar, y a no desviarme de la línea, pues al principio me pasaba que arrancaba en el primer carril y terminaba en el último por la diagonal que hacía. Pues en unas vacaciones aprendí, pero luego nunca he logrado gozar nadando; y menos en mar adentro.
La bicicleta tiene más historia. Aprendí a montar bicicleta en un patio de concreto que teníamos en la casa en una bicicleta grande, sin frenos, y sin llantas de hule, sino sólo los aros de metal. Creo que mis 6 hermanos que me preceden, habían aprendido en esa bicicleta, y los raspones de rodilla y codo estaban a la orden del día cuando te caías en esa bici. Luego tuve una o dos bicicletas, pero no pasaba de circular por la acera, con mis grandes amigos de la tres casas de la nuestra. Con José Felipe y Juanjo nos recorrimos esa acera una y otra vez, pero casi nunca nos animábamos a salir de es reducido espacio de unos 100 metros. Más adelante le «robaba» la bicicleta de carrera que tenía mi hermano José Roberto, para ir a algún lugar, siempre cercano de la casa. Pero tampoco me ilusioné con la bicicleta…
Así que admiro mucho a los triatlonistas, perdón, a los triatletas, por dedicarse precisamente a tres de los deportes que menos me gustan. Pero quedé un poco estupefacto al enterarme que mi alumno nunca se había subido a una bicicleta antes de empezar a hacer triatlón. Algo que me sorprendió mucho, pues siempre había pensado que todo el mundo (es decir, la mayoría de personas de cierto nivel donde pueden comprar una bicicleta) sabía montar bicicleta.
Mi alumno ahora está por competir este fin de semana, y quiere hacer buen tiempo para clasificar a una competencia de mayor calidad…. Y no sabía montar bicicleta.
Por aquello de las «casualidades», hoy volví a ver posteado en facebook un video de una chica, gimnasta. Decidí volver a verlo, a pesar de que ya lo había visto. El video es super claro, una muchacha joven -guapa-, de unos 18-20 años, a quien entrevistan porque es gimnasta. Cuentan la historia: una niña adoptada, que sus papás adoptivos y sus tres hermanos le inculcaron la idea de que nada es imposible. La niña empezó a los siete años a hacer gimnasia en un trampolín (o broncolín como le dicen algunos); luego jugó basquetbol con sus compañeras de curso, etc.
Hasta aquí, puede parecer algo obtuso esto, porque lo que he escrito no tiene nada de especial. Eso es porque he omitido decir que la chica en cuestión no tiene piernas. Y ella dice que no es minusválida. Hasta hace un chiste, porque una amiga le dice que sí es minusválida porque usa silla de ruedas; a lo que la chica le dice, con una gran sencillez, que usa silla de ruedas, para no ensuciarse. La verdad es que el video es bastante impresionante.
Por supuesto hay cosas que parecen imposibles de conseguir. Pero estas dos personas, me han dado ejemplo de que las dificultades se pueden superar. De no saber montar bicicleta a ser un triatleta consumado; de no tener piernas a jugar basketbol con sus compañeras y a hacer gimnasia… Pues sí, la verdad es que hace falta tener mucha audacia para hacer eso.
Hace un par de días comentábamos con unos colegas, sobre las virtudes que Carlos Llano dice que debe tener la persona que decide. Y recordábamos que eran dos virtudes:
1. La primera se llama, en la antropología filosófica tradicional, Magnanimidad, ánimo grande. Llano plantea que las metas sobre las que debemos decidir han de ser magnánimas, grandes. En otro momento, a esta magnanimidad le llama Afán de logro, porque precisamente para alcanzarla hace falta tener afán de logro, porque una meta magnánima, por definición es algo que cuesta alcanzar.
2. La segunda virtud necesaria para la decisión, Llano la llama precisamente audacia. Porque una decisión magnánima conlleva, necesariamente, riesgo; y el riesgo implica siempre miedo; tener miedo no es malo ni denigrante. Es malo y denigrante ceder al miedo. La audacia te facilita romper el miedo, dejarlo atrás, actuar como si no tuviera esa rémora en mi actuar.
Tanto mi alumno como la chica sin piernas podrían haberse puesto unas metas que pudieran conseguir fácilmente. Y las hubieran conseguido, sin problema. Pero no hubiera sido una meta magnánima, sino una meta mediocre.
Quizá mi alumno no llegue nunca a participar en una triatlón «iron man», o quizá si llegue a hacerlo, pero no quedará entre los primeros lugares; o probablemente sea luego reconocido como un gran triatleta y gane una medalla olímpica en Río el otro año. Sea como sea lo que vaya a suceder, la meta propuesta es magnánima, y le ha exigido mucho: desde cuidar la dieta, el descanso, levantarse a entrenar, viajar para competir, pasar mucho tiempo solitario, etc. Pero como dice Llano, más vale ponerse una meta magnánima y no alcanzarla que una mediocre y conseguirla. Porque la virtud, lo que da alegría, está en el esfuerzo por conseguir una meta, en las virtudes que se adquieren en el proceso.
La chica sin piernas quizá no gane medallas olímpicas. Pero es de admirar enormemente la capacidad de exigencia que se ha propuesto.
Vivimos en un mundo donde las metas -muchas veces- son mediocres. Y como las alcanzamos nos sentimos contentos. Brevemente contentos. Pero luego, no fomentamos la consecución de metas grandes, que exigen esfuerzo, constancia, fortaleza, confianza, etc. Y estas son las valiosas, aunque nunca las alcancemos.
Hay muchas cosas que nos quieren detener. Algunas, por biología, por condiciones físicas, quizá nos sea imposible realizar. Pero no podemos detener el mar embravecido (ya contaré lo que nos ha estado jugando el mar en la casa familiar). Así que, adelante, a plantearnos metas grandes, y a luchar por conseguirlo.
Muchas gracias alumno por tu ejemplo. Y suerte en tu competencia. Con el solo hecho de estar allí ya tienes mucho ganado. Hacer el tiempo adecuado es secundario.